23 nov 2011

CON LOS LIBREROS. MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO


Hasta hace poco un mundo sin librerías era algo inimaginable. Existen al menos desde que las tabletas de arcilla comenzaron a utilizarse para comunicar algo más que meros asientos de mercancías en los almacenes de los palacios de Mesopotamia. Marcial se refiere en alguno de sus epigramas a la lista —el catálogo— que los bibliópolas romanos colgaban a la entrada de sus tabernae librariae y en la que se consignaban las obras en existencia junto con sus precios y el nombre de sus autores. La revolución de la imprenta multiplicó los libros disponibles y satisfizo una demanda que había aumentado al amparo de los grandes debates religiosos de los siglos XV y XVI. A medida que crecía el comercio del libro, se iba produciendo una división del trabajo que, en sus líneas generales, ha permanecido hasta hoy: la figura del impresor-orquesta que hacía de todo (imprimir, editar, vender) dio paso a nuevos oficios especializados a lo largo de un proceso que se fijaría a principios del siglo XIX, con el librero como último intermediario entre el autor y el lector.

Hoy las cosas no son tan sencillas. La irrupción anárquica y desregularizada de lo digital (con la secuela de la piratería), la inexistencia de un marco estable y de fácil acceso a la oferta electrónica, y la incertidumbre que provoca el aterrizaje de gigantescos hipermercados globalizados en los que el libro es solo un producto más y que podrían presionar para modificar el statu quo jurídico que regula su venta, han venido a sumarse a problemas que se arrastran de más lejos y que la persistente crisis iniciada en 2008 no ha hecho más que agravar. Las librerías españolas tienen que vérselas con una monstruosa e inabarcable oferta (80.000 libros en 2010), la gestión y devolución de los invendidos (¡en torno al 34 %!), el espectacular descenso de las ventas institucionales y de los libros de texto, la concentración de las ventas en pocos títulos, y una evidente retracción del consumo que en 2010 se cifraba en un 7% y que este año se anuncia mayor: las ventas de los últimos meses no han sido precisamente para echar las campanas al vuelo, a pesar de la publicación de algunos best sellers que prometían más de lo que han dado (puede consultarse la lista de los más vendidos en todostuslibros.com, la cada vez más completa página informativa de los libreros).

La CEGAL, que es el organismo que agrupa a las asociaciones de libreros, ha decidido convocar el próximo viernes una jornada de celebración de la librería, con los establecimientos abiertos más tiempo y una variada oferta de actividades relacionadas con los libros y quienes los escriben. Se pretende que el Día de las Librerías marque a partir de este año el disparo de salida de las compras navideñas —una especie de Black Friday para lo escrito— , recordando a los consumidores que un buen libro es, además, un buen regalo. Pero también sería muy conveniente que los lectores lo convirtieran en un masivo homenaje a sus libreros, especialmente a los que podríamos llamar “de proximidad”, aquellos en los que confían y que, a lo largo del tiempo, han llegado a conocer sus gustos y los tienen en cuenta a la hora de recomendar novedades. Se lo merecen: la mayoría de los libreros que he conocido son vocacionales, gentes cuyo amor a los libros comenzó muy temprano y con tanta intensidad que un día pensaron que compartirlo con otros podría ser una buena forma de ganarse la vida. El librero no solo vende papel impreso (y, quizá virtual), sino también conocimiento, empezando por el que le confiere su experiencia en el oficio. Pero, sobre todo, vende sueños, muchos y muy variados sueños. Por todo ello, por su pasado y por su presente, les debemos nuestro homenaje.

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 23/11/2011 EN EL PAÍS

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